Reivindiquemos la figura de San José
Esposo de la Madre de Dios.
Padre adoptivo del Redentor.
Lugarteniente de Dios Padre.
Patrono de la Iglesia Universal.
Abogado de una Buena Muerte.
Defensor de todos los Obreros.
Modelo de todos los Padres de familia,y al mismo tiempo el Santo de quien menos se sabe, el más humilde y escondido, como una estrella que hay en el cielo tan al lado del Sol que nadie ha visto.
La Escritura dice de San José una sola palabra: que era justo, lo cual en el lenguaje de la Escritura significa santo, perfecto, cabal. Es tan grande la virtud de la justicia.
Una virtud perfecta presupone todas: muchos distinguen en alguna virtud, no hay hombre que no tenga alguna: generoso, leal, compasivo, recto, valiente, franco, piadoso, religioso, sobrio… Pero hay quienes son compasivos y débiles, generosos e incontinentes, fuertes y orgullosos, humildes y pusilánimes.
Las tres virtudes que resplandecen en lo que el Evangelio nos narra de San José son la castidad, el trabajo y la oración.
La castidad en el pasaje de San Lucas que cuenta la Anunciación de Nuestra Señora, donde se deduce que San José había ofrecido a Dios su castidad perpetua prenunciando así lo que había de ser después el estado religioso.
El trabajo humilde y oscuro: “¿Acaso no es este el hijo del carpintero?”.
La oración de San José está en las dos moniciones del ángel, la de recibir a su esposa y la de huir a Egipto.
La narración de San Lucas es un pasaje delicadísimo. Lucas nos presenta de golpe las cosas ya hechas: una doncella prometida, el anuncio de que va a ser Madre del Mesías. La respuesta de María: “No conozco varón” ni lo conoceré nunca. “No importa”, dice el ángel: “será un milagro”. El milagro será la realización de la profecía de Isaías al rey Acaz: “El Señor mismo os dará una señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”.
La virgen consiente. Ese consentimiento es un poema de alabanza a San José, porque supone que los dos jóvenes habían hecho juramento de castidad. San José había aceptado casarse con María y vivir con ella como hermano y hermana. La virgen tenía plena confianza en la fidelidad de San José.
El Espíritu Santo había inspirado a estos dos jóvenes esa actitud tan insólita en las costumbres de Israel. San José era joven, por lo menos relativamente, pues su misión era proteger y criar a Jesús durante treinta años. El matrimonio virginal de San José y la virgen fue matrimonio válido y no fingimiento porque lo que constituye al sacramento del matrimonio no es la unión conyugal propiamente sino el consentimiento de la voluntad ante el sacerdote. Porque el hombre es un cuerpo y es antes de todo una voluntad.
San José es así ejemplo de una de las virtudes más necesarias de nuestros tiempos perturbados. La castidad significa el dominio del hombre sobre los propios apetitos, aun los más violentos, el respeto a la propia dignidad y al honor ajeno, la limpieza y decoro delante de Dios y delante de los hombres. Perdida esta virtud, trae como consecuencia toda clase de terribles castigos; y el mundo moderno lo sabe perfectamente porque a un especial desenfreno de impureza, vemos cuántas plagas, desórdenes y catástrofes siguen. Sois vasos del Espíritu Santo, Dios mora en vosotros, sois miembros de Cristo, no ensuciéis vuestros cuerpos con torpezas, nos dice San Pablo.