(por Javier Urcelay)
Se ha dicho que Joseph Ratzinger/Benedicto XVI ha sido la lumbrera teológica más importante de la Iglesia desde Santo Tomás de Aquino.
Su vasta producción intelectual -abarcando prácticamente todas las ramas de la Teología- y su catequesis pastoral, constituye una luminaria de inmenso valor para transitar la llamada postmodernidad en la que vivimos, caracterizada por el eclipsamiento del sentido de la verdad.
Benedicto XVI ha sido llamado “el último Papa de Occidente”[i]. No porque fuera el último pontífice, ni porque no haya o no vaya a haber más Papas occidentales. Sino porque ha sido el último Papa que cargó sobre sus espaldas -sin éxito, y de ahí su renuncia- la defensa de la llamada Civilización Occidental, es decir, el orden social informado por los principios del Cristianismo. Y en eso, es posible que haya sido el último, porque en adelante difícilmente podrá invocarse ya lo que va tomando el aspecto de un campo de ruinas.
Ratzinger escribió una inquietante descripción del futuro de la Iglesia, que Georg Ganswein ha recogido en su libro de memorias[ii], con el que, por cierto, quien fue secretario personal de Benedicto XVI se ha ganado su destierro del Vaticano. Esta es la profecía de Ratzinger:
“Me parece seguro que se avecinan tiempos muy difíciles para la Iglesia. Su verdadera crisis acaba de comenzar. Tiene que lidiar con grandes trastornos. Pero también estoy muy seguro de lo que quedará al final: no la Iglesia del culto político, (… ) sino la Iglesia de la fe. Ciertamente nunca volverá a ser la fuerza dominante en la sociedad, en la medida en que lo fue hasta hace poco. Pero la Iglesia experimentará un nuevo florecimiento y aparecerá a los hombres como la patria, que les da vida y esperanza más allá de la muerte”.
El santo y sabio cardenal y Papa afirmaba, en esta suerte de revelación particular, que la crisis de la Iglesia “acaba de comenzar” y “se avecinan tiempos muy difíciles para la Iglesia” que tendrá que “lidiar con grandes trastornos” para llegar a esa “Iglesia de la fe”.
La Iglesia Católica sufre hoy el embate de la cultura Woke, que considera intolerable la pretensión de apelar a la verdad, a una verdad, con distintos derechos que la falsedad o el error.
Esta mentalidad, que como una nube tóxica cubre hoy todo el mundo occidental, y que coincide con el vaciamiento de los templos, está detrás de las actuales acusaciones a la Iglesia de haber sido causa de brutales agresiones a los derechos humanos a través de la historia, y aun de nuestros días, mediante sus imposiciones morales y su magisterio retrogrado.
La extensión de esta visión del papel retardatario y despótico jugado por la Iglesia en lo relativo al progreso social -que lleva a derribar estatuas y a exigir público perdón por la labor evangelizadora o la sumisión en la que se ha mantenido a la mujer-,unido a otras causas en las que no pretendo ahora entrar, está detrás de la caída en picado de la influencia ambiental de la Iglesia en los paises occidentales y del número de sus adeptos (tanto los que se declaran cristianos como los que frecuentan la Eucaristía y los sacramentos).
Entre otros frentes abiertos en el campo de la opinión pública, hoy la Iglesia se bate en retroceso en campos como los supuestos derechos LGTBI, el modelo de familia, la moral sexual y las técnicas reproductivas, las reivindicaciones del feminismo radical etc, que constituyen una parte fundamental de la mentalidad Woke o progresista.
Como señala muy acertadamente Caminante Wanderer en su blog publicado en Argentina[iii], la enorme mayoría de los cristianos viven, a pesar de ello, en un mundo color de rosa donde todo está bien, ajenos a cualquier noción de que en la Iglesia esté implicada en ningún tipo de batalla. Si acaso hay alguna cuestión, ya sabrán los obispos y el papa lo que más conviene a la Iglesia, de forma que no hay razón por la que yo deba preocuparme.
La gran mayoría de esos católicos son buenas personas, piadosos a su manera, creen en Dios, practican las virtudes y están animados por los mejores deseos para sus hermanos y para la misma Iglesia. Con una formación superficial, y con una fe más emotiva que racional, aceptan sin cuestionamientos el segundo matrimonio y la comunión de los divorciados y, en su mayoría ya también, la bendición de parejas homosexuales, edulcorando todo de razones sentimentales.
El problema es por qué algunos vemos lo que otros no ven: esa batalla que se libra en nuestro tiempo y que afecta a la Iglesia. Y ese es el gran misterio. Porque no se trata de ver algo escondido o una verdad a la que se llega luego de complejos razonamientos teológicos. No. Se trata simplemente de ver lo evidente, (ex-videre), es decir, lo que salta a la vista y no puede negarse.
La explicación puede ser que una buena parte no ve sencillamente porque no lo quiere ver; es decir, por un acto de voluntad positiva. Piensen ustedes en tantas personas que conocen de movimientos seglares e institutos seculares -no cito nombres-, grupos parroquiales etc. Es imposible hablar con ellos de la “crisis de la Iglesia”. De esos temas no se habla, y cuando se les muestra lo que está ocurriendo, la reflexión más audaz que se conseguirá de ellos será decir: “Son las miserias de la Iglesia”. Con eso arreglan todo, incluida su conciencia, y siguen sonriendo en este mundo de parabienes.
Otro grupo, quizás ya el mayoritario, no lo ve porque no puede verlo, ya que no tiene capacidad para hacerlo. Son aquellos catequizados ya en ese mundo “inclusivo y diverso”, donde todo se resuelve con “toma mi mano hermano” y les parece la cosa más normal que la Iglesia se adapte continuamente a las ondulantes modas y exigencias de los tiempos.
Sin embargo, hay sectores de la Iglesia que conocen perfectamente lo que está en juego, y que toman posición, rechazando la Tradición y atribuyendo a la “terquedad inmovilista” del Magisterio, en todos estos campos, su pérdida de popularidad. La Iglesia debería abrirse a la nueva humanidad del siglo XXI, dicen, como lo han hecho, por ejemplo, las empresas multinacionales, que hoy celebran corporativamente el Orgullo gay sin que se tambaleen sus cimientos.
Amplios sectores de la Iglesia -incluida la poderosa conferencia episcopal alemana- consideran que la Iglesia debería abrir puertas y ventanas para que nadie se sintiera excluido. No desean seguir enfrentándose al mundo moderno, y son partidarios de tender puentes allí donde consideran que existen muros.
Altar preparado para una misa del Orgullo Gay en Alemania
El problema es que en sus reclamaciones chocan contra la naturaleza misma de la Iglesia, que la impide comportarse con las reglas de una empresa multinacional, o de un parlamento democrático, y que no puede claudicar de la verdad revelada que ha recibido en el Evangelio, ni contradecir el magisterio que ha ejercido durante dos mil años y que constituye la Tradición.
La tensión existente ya entre la Iglesia fiel y estos últimos sectores, numéricamente dominantes en algunas latitudes, va creciendo y se hará en poco tiempo insostenible. Me refiero particularmente a Estados Unidos, Europa e, incluso, Iberoamérica, donde hay obispos y sacerdotes dispuestos a presidir la manifestación antes que dejarse arrollar por ella. Y que exigen que Roma se ponga de su lado, bajo amenaza implícita con las palabras, y explícita con los hechos, de desobediencia.
El Obispo de Saltillo (México), presidió en 2019 la Misa del Orgullo
No me parece exagerado afirmar que el cisma está servido y que será, hasta cierto punto, inevitable.
El Papa, sea quien sea entonces, presionado por un clamor creciente, se situará en la disyuntiva de tener que pronunciarse, y no podrá evitar sentir el vértigo de la responsabilidad que se abrirá ante él. Tendrá que optar por la fidelidad a la verdad de la que es depositario, aunque le cueste perder a una parte de su grey -contribuyendo a que las antes nutridas parroquias pasen ahora a ser esas “pequeñas comunidades” de las que habla Ratzinger- y, en cierto sentido, el martirio.
¡Cómo no recordar a Pablo VI al firmar su encíclica Humanae Vitae!
La existencia, al menos en la práctica de las “dos Iglesias” de las que habla Wanderer, parece será así una realidad, si es que no lo es ya. Puede que sean esos los “grandes trastornos” que vaticinaba Benedicto XVI en su profecía.
Pero es preciso señalar, que el cisma vendrá además acompañado por el hostigamiento al resto fiel. Y es que veremos una Iglesia perseguida. Llegará “un nuevo florecimiento”, como vaticinaba Ratzinger, pero no lo hará sin antes pasar por una etapa de acoso y sufrimiento, que el papa bávaro no incluyó en su profecía, pero de los que fue consciente por sufrirlos en su propia persona.
Lo hemos visto recientemente: psicólogos denunciados por tratar de corregir la homosexualidad de personas que les pedían ayuda; grupos pro-vida sancionados por informar sobre alternativas al aborto delante de centros abortistas; médicos puestos en la picota en sus hospitales por negarse a practicar la eutanasia; alumnos marginados por negarse sus padres a que participen en ciertas actividades extraescolares sobre ideología de género; dueños de restaurantes acosados por no acoger celebraciones de bodas de parejas homosexuales; representantes de las fuerzas del orden expedientados por denunciar a una cantante que exhibía sus pechos al aire en el escenario durante su actuación en una fiesta popular, negándola así, por machismo, el “derecho a visibilizar su cuerpo”; sacerdotes amonestados por afirmar que las demás religiones son falsas; colegios privados de subvención por defender la educación diferencial; equipos denunciados por discriminar a personas transexuales en competiciones deportivas femeninas…
Y todo ello, “no ha hecho más que comenzar”.
La persecución pasará, sin embargo, desapercibida para muchos que podrán pretender ignorarla, porque será una persecución incruenta y embadurnada de aparente protección a los derechos humanos, llevada a cabo precisamente en nombre de la convivencia, la libertad y el pluralismo.
Los cristianos perseguidos no serán arrojados a las fieras del circo, ni derramada su sangre como en la España de 1936, pero si serán civilmente cancelados, administrativamente sancionados, socialmente desprestigiados, marginados, considerados enemigos públicos… y sus posturas serán consideradas delictivas y atentatorias contra las leyes civiles y los nuevos derechos sancionados, de modo que solo los más fuertes en la fe se mantendrán firmes.
La misión de los cristianos consecuentes es ahora y será entonces dar la batalla, porque como escribió el mártir Ramiro de Maeztu, ser es defenderse:
«Todo lo que vale: la fe, la patria, la tradición, la cultura, el amor, la amistad, tiene que ser defendido, para seguir siendo. No hay vacaciones posibles ante la necesidad de la defensa. Esas islas afortunadas donde los hombres pueden dormir a pierna suelta, sin preocuparse del mañana, no son más que un sueño de pereza. Ser es defenderse y los maestros de la defensa son los caballeros. Esa es su función y su razón de ser.»[iv]
Porque, lejos de lo que hoy muchos predican, el ideal del cristiano no es una mansa aceptación de cualquier mal.
Lo escribía Benedicto XVI: “La disposición a soportar el sufrimiento es un elemento esencial de la fe, pero también lo es el valor para luchar“.
“Cuando (la Iglesia) denuncia la descomposición del matrimonio, la destrucción de la familia, el asesinato de niños no nacidos, la deformación de la fe, la Iglesia nos presenta súbitamente a otro Jesús, pues, al parecer, Cristo habría sido exclusivamente misericordia, lo habría comprendido todo y no habría hecho nunca daño a nadie. (…) Ser cristiano debe ser tal vez un amable suplemento por el que no debe ser preciso pagar nada. El Jesús real era de otro modo. En él hay ciertamente palabras de una gran ayuda y de una generosidad protectora. Más también son suyas palabras como estas: “No he venido a traer la paz, sino la espada” (Mateo 10, 34). En Jesucristo existe una oposición a la comodidad de la falsedad y la injusticia, una superioridad de la verdad sobre el mero y cómodo acuerdo de unos con otros que, a la postre, conduce al poder de la injusticia y al dominio de la mentira. Por palabras de este tipo, que continúan resplandeciendo en la historia con toda su grandeza y han animado la resistencia de la verdad contra la comodidad y la degradación del hombre, fue conducido el Señor a la cruz. Un Jesús que se hubiera limitado a comprenderlo todo, no hubiera sido crucificado”.[v]
Será entonces, como resultado de la purificación, pero no sin ella, cuando “surgirá una gran fuerza de una Iglesia interiorizada y simplificada. Porque los hombres estarán indescriptiblemente solos en un mundo totalmente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido por completo para ellos, su pobreza total y espantosa. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza que les concierne, como una respuesta a las preguntas que siempre se han hecho en secreto”.[vi]
Porque como señala Carl Jung en su obra cumbre:
El hombre moderno ha perdido todas las certezas metafísicas de su hermano medieval y las ha sustituido por ideales de seguridad material, bienestar general. Pero la seguridad material también se ha ido por la borda, porque el hombre moderno comienza a ver que cada paso en el “progreso” material agrega mucha fuerza a la amenaza de una catástrofe más portentosa. La imagen misma aterroriza a la imaginación. La ciencia ha destruido hasta el refugio de la vida interior. Lo que un día fue un refugio se ha convertido en un lugar de terror. El resultado inesperado de este cambio espiritual es que se pone una cara más fea al mundo. Se vuelve tan feo que ya nadie puede amarlo, ni siquiera podemos amarnos a nosotros mismos. Cuando la vida consciente ha perdido su sentido y su promesa, es como si se hubiese desatado el pánico y escucháramos la exclamación: ¡Comamos y bebamos que mañana moriremos! (…)
Nos urge recuperar la mirada simbólica del hombre arcaico, su cosmovisión tradicional, su actitud espiritual. Volver a encantar el mundo, convertirnos de nuevo en los capullos del tallo del Árbol eterno”.[vii]
Será entonces cuando la Iglesia “experimentará un nuevo florecimiento y aparecerá a los hombres como la patria, que les da vida y esperanza más allá de la muerte”.
Y será el momento de tener presentes las palabras del mismo Jesucristo: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo viviréis atribulados; pero tened buen ánimo: yo he vencido al mundo.» (Jn, 16: 29-33).
[i] Giulio Meotti: ¿El último papa de occidente? Madrid: Encuentro, 2021
[ii] Georg Ganswein y Saverio Gaeta: Nada más que la verdad. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2023. Págs 315 y 316.
[iii] Caminante Wanderer: Las dos iglesias. Artículo publicado en http://caminante-wanderer.blogspot.com/2023/07/las-dos-iglesias.html
[iv] Ramiro de Maeztu. Editorial en la revista Acción Española.
[v] Joseph Ratzinger: Cooperadores de la verdad. Madrid: Rialp, 2021. Págs. 278 y 279.
[vi] Georg Ganswein y Saverio Gaeta: Nada más que la verdad. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2023. Págs 315 y 316.
[vii] Carl Jung: Modern man in search of a soul. New York: Harvest, 1933.