La Nueva Paradoja Politica Moderna
El mundo moderno nos presenta una nueva forma de la clásica paradoja política, que la tiranía y la esclavitud se encubren bajo la idea de “libertad”; una que es particularmente interesante. La liberación de las responsabilidades, esto es, de todo vínculo social comunitario, profesada en tanto culto moderno, en la práctica se traduce en la esclavitud al Estado, la deidad moderna, y central de la religión laica, secular, progresista. Al disolverse los vínculos comunes, se disuelve la comunidad, en tanto red de lazos interpersonales entretejidos a partir de la interacción extendida en abanico desde cada núcleo familiar, que considera a la familia en tanto institución epicentral y pilar del orden social, un orden descentralizado por defecto, por su propia naturaleza, a partir de cada vértice de interacción; transformándose en sociedad, una masa de átomos indistinguibles cuyos únicos nexos, una vez recluidos de su medio común y despojados de personalidad, ya no existen intrínsecamente a ellos, sino que sólo pueden ser otorgados por un agente externo, en tanto órgano coordinador. Esto es, el Estado, que la convierte en una coordinación política.
Amplias son las muchas consecuencias lógicas que de aquí se desprenden. Entre ellas, que el Estado se eleva a si mismo al estatus de deidad suprema puesto que, bajo este razonamiento, ningún orden social es siquiera posible sin él, porque no hay pueblo que le preceda, sino que es necesario un pacto previo que engendre un Estado que luego instituya un pueblo. Además, elimina, a la vez, la posibilidad de todo orden político alternativo. Pero estos temas quedan para otro momento, aquí nos concentraremos en la siguiente idea. A partir de ahora, las interacciones entre individuos que darán como resultado la distribución de estatus social estarán mediadas por nexos estrictamente políticos o, en rigor, que están sometidos al poder político; estas son, burocracias.
Así, desde el Estado, del agente planificador central, se extienden, en tanto tentáculos del Leviatán, las jerarquías burocráticas que reemplazan a las jerarquías naturales. Así como el gobierno coercitivo mediante la imposición estatal destruye toda institución de autogobierno y la sustituye por extensiones de su poder, es decir, absorbe, concentra poder; los nexos comunitarios, al ser destruidos, son reemplazados por relaciones burocráticas de oficina, captando y cautivando así, el Estado, monopolizador de la política, sus funciones e incrementando su poder. O bien aumentándolo absolutamente, concentrando medios o extendiendo su alcance, o relativamente, eliminando competidores. La liberación consiste así en la tiranía que, al venderse propagandísticamente, retóricamente, en tanto libertad, en una sociedad que además es nihilista –hecho que debemos a la secularización-, cautiva a grandes masas y las convierte en fieles adoradores de su propia esclavitud.
Al regirse por criterios políticos y, más específicamente, político-electorales, la lógica redistribuidora estatal -aun no necesariamente democrática- encuentra en la burocracia su medio más eficaz. Gracias a ella, ahora el estatus social está a plena disposición del Estado. Son las relaciones jerárquicas burocráticas desde donde se lleva a cabo la redistribución de estatus social en un primer momento.
Los incentivos nocivos, perniciosos para la sociedad, desatados así son varios. Por cuestiones de espacio, enfatizaremos al peor de ellos. El impulso humano por la búsqueda de estatus, la búsqueda de grandeza, ahora se vuelve contra la sociedad. Gracias a la burocracia, la mejor manera de alcanzarlo es convirtiéndote en un lacayo del poder. Cuanto más traiciones a tu comunidad, a tus orígenes, patria, familia, allegados, tradición, en fin, cuanto más te traiciones a ti mismo, a todo aquello que te es dado incluso antes de nacer, esto es, te despojes de tu personalidad; mayor será el redito alcanzable, el premio que recibirás del Leviatán.
El resultado, una sociedad de átomos iguales, homogeneizados, sin sustancia ni personalidad, sin expresiones de voluntad propia, sin jerarquías que contrapongan autoridad, y sin ninguna lealtad alterna, sin familia, patria o religión, que disfrutan de su estado de esclavitud, uno en el que el ascenso social se logra mediante el mayor sometimiento a él ¿Qué más podría pedir un tirano?
El otro lado de esta paradoja es que se revela la real naturaleza de la Libertad cómo el respeto por la autoridad. Es que la verdadera Libertad, la negativa, es imposible sin responsabilidad, la contracara positiva de la Libertad, puesto que sólo existe en la medida en que se manifiesta, en que se cumple. El derecho de uno requiere necesariamente de la obligación de alguien, de un deber para otro, el de no violarlo. En la medida en que se falta a una obligación vinculada a un derecho, este es violado y por tanto este desaparece. La Libertad, como valor impersonal, tiene del otro lado una cara individual y personal, la responsabilidad, y en la medida en que esta se mantenga, se respete, se preservara la Libertad. Esta intrínseca y natural relación entre ambas, en tanto “caras de la misma moneda”, es asumida ya por el clásico pensamiento tradicionalista, generalmente de forma implícita, aunque en otras es también explícitamente; a punto tal que considera a la Libertad como el actuar conforme a la responsabilidad o, incluso, según el deber. Ser libre, la dimensión negativa, el no-hacer, y ser responsable, la rama positiva, el hacer efectivamente, se muestran como una sola, por lo que sólo es necesario destruir una para hacer lo propio con la otra. Y la modernidad, en su atomismo y “yoismo” infantil, tiene un encono particular hacia las obligaciones mutuas que nos vinculan.
Es de aquí de donde se deriva la lógica alianza entre la filosofía política tradicionalista y un libertarismo bien entendido. Puesto que uno se concentra en la primera y el otro en la segunda, ambos, en rigor, se enfocan en una de las caras de una moneda que, como tal, no puede preservarse sin necesariamente salvaguardar su cara restante. Ambas filosofías políticas son, así, aliadas naturales. El objetivo aquí es insistir en que, por más diferencias que podamos notar, al menos a priori y en apariencia entre ambas, debemos entender que resultan en combinación una respuesta excelente al problema moderno y, por ello, considerarlas como tal.
Reaccionario o tradicionalista no es aquel que anhela volver a un pasado remoto, sino quien comprende la necesidad de restaurar las verdades eternamente ciertas. Y la verdad eternamente cierta aquí es que patrimonializado, fragmentado y en competencia, el mal de la política, el poder, puede moderarse hasta casi ser neutralizado con el tiempo. El libertario, a su vez, al comprender a la política como una esfera más de acción humana de las múltiples existentes, entiende que esta está guiada por lo incentivos que la misma genera. Si la acción política está destinada al poder, o a fines relacionados a él, pues, al menos, que estos sean a contenerlo, a volver mínimo su efecto, y a desaparecerlo de ser posible; y que los medios de los que disponga quien pretenda lo contrario sean lo más ínfimos e inútiles. En su desconfianza hacia la política democrática democrática, debe estar dispuesto a acompañar al tradicionalista en un camino de reconstitución real.
En el fondo, todo libertario es un reaccionario por naturaleza, y aún más en el mundo moderno. Puesto que todo cambio social en la modernidad -cambio en el statu quo siempre en la misma dirección, más progresismo- no parece ocurrir sino es impulsado desde el Estado, por el orden político. El libertario se opone al modelaje de la sociedad, por lo que reacciona instintivamente a la acción positiva estatal. Tradicionalistas y libertarios reaccionan conjuntamente al progresismo, al Estado, y esta verdad debe asimilarse y capitalizarse.