(Por Iván Blanco) –
Escribir sobre belleza, nos lleva a una visión completa de la Creación, pues no puede existir Belleza sin Verdad ni Bien. No soy un entendido en artes plásticas, pero mis padres me dieron una pequeña base para que supiera diferenciar lo que es sublime y lo que es una boñiga de vaca.
Esta mañana, un amigo al que llamaremos Amadís, para mantener oculto que se llama Ricardo, me ha mandado el “twit” de un actor, director, etc… en el que se podía ver una actuación o “performance” (como les gusta llamarlo a los modernillos), en la que unos desahuciados de la vida, simulaban ser gatos con unos láseres luminosos introducidos por sus oquedades íntimas refocilándose en su propia decadencia. Lo que intentaba el susodicho actor era vertebrar un debate sobre dónde empieza y dónde termina el arte y el embuste.
Teniendo en cuenta que esa controversia podría instrumentalizarse con un Tiziano y un Miró o un Pollock, creo que con la actuación de los “artistas” queriendo ser felinos, el proponedor se ha pasado de vueltas.
Hogaño se suele afirmar sin pudor que una función del arte es romper paradigmas, escandalizar, protestar por el estado de las cosas, pero esa afirmación careció de sentido en toda la historia y sólo ha tomado fuerza en este último siglo.
El arte siempre ha tenido por finalidad aportar orden y belleza allá donde hay caos. ¿En qué momento Miguel Ángel quiso mostrar desaprobación con el mundo al cincelar su Pietá? ¿O Fídias modelando su famoso friso del Partenón? ¿Acaso Rembrandt en su Ronda de Noche nos mueve a la ruptura del paradigma civilizatorio? Nada de eso. En toda la historia de la humanidad, desde las cavernas hasta principios del s. XX, se ha intuido una búsqueda de la magnificencia, una plasmación de la Creación con los materiales que el autor tenía a su alcance. Ahora, se enlatan excrementos de un lunático y se venden como “mierda de artista”.
Pero hay un punto de acuerdo entre un crítico de arte moderno, o un artista actual y yo. El arte es una expresión de la cultura imperante.
Antaño, el mundo, la civilización, atesoraba un sentido de trascendencia y el arte era una expresión en la que quedaba plasmado ese orden y esa gracia con la que Dios quiso dotar al Cosmos. Hoy día, nuestra civilización, donde prolifera este estercolero plástico, ha apostatado, se ha descristianizado. está perdida y al pairo. Nadie gobierna la nave, el timón está desatendido. El hombre moderno ha dejado de mirar a Dios para mirarse a sí mismo, y claro está, sólo encuentra putrefacción y decadencia. Un mundo sin Dios es un lugar azaroso y sin sentido. El hombre moderno desprovisto de Creador no puede crear nada bello. Sus expresiones plásticas serán tan azarosas y sin sentido como él entiende el universo.
A Marcel Duchamp, le preguntaron por su famosa obra del urinario de 1917, y dijo que era para “ayudar a mucha gente a librarse de la idea del arte, porqué de esa forma la gente se libraría de la religión”. Es muy probable que estos pretenciosos artistas modernos no lo sepan, pues le ciega su soberbia, pero no son sino un subproducto cultural para acrecentar la distancia entre el hombre y Dios. Distancia que las bellas artes siempre redujeron, pues a eso aspiraban, a captar e inmortalizar lo sublime, la perfección.
Pero la fealdad no sólo se ha dado en la pintura y la escultura, sino que ha permeado en todos los ámbitos de la cultura: cine, música, arquitectura, etc…Y es esta última disciplina, la arquitectura moderna la que más ha anegado nuestra realidad, invadiendo todas las grandes urbes. Por mi rutina laboral, me toca pasar a menudo por la Plaza de la Glorias en Barcelona, y he de decir que aquello es un vórtice de monstruosidades. El edificio Agbar diseñado por Jean Nouvel, de molde obsceno, se levanta hasta los cielos de la ciudad condal junto al nuevo mercado de los Encantes, o el Museo del Diseño. Este último no es un edificio, es una vendetta. Y esos enormes exabruptos arquitectónicos ateos no hacen sino sumirnos en el desaliento.
En este punto, aquel que se haya sentido agraviado por mi auto acusatorio al arte contemporáneo, invocará la soberanía del individuo para juzgar sobre lo que es bello y feo. Y es que el afán democratizador también llega a aquello que no se somete a la jurisdicción de la opinión. Por eso es necesario para los relativistas, atacar lo verdadero, lo bueno y lo hermoso, ya que no se subyugan al sufragio, e inyectar esa doctrina en vena a todo aquello que se presuma inamovible. Y así es como el hombre moderno se endiosa, haciendo de su voluntad el fin de todo, dándole la esfera humana a todo aquello que otrora fue divino. Es pues natural que el arte se vuelva una disciplina horrenda y fangosa, pues “polvo eres y en polvo te convertirás”