Debido a una serie de circunstancias, todas ellas creadas por disposiciones legales y por la influencia de la mayoría de los medios de comunicación, se está imponiendo entre los jóvenes una tendencia que ya en otros países de Europa está consolidada y que aquí se está consolidando a paso ligero. Me refiero al rechazo del matrimonio y mucho más a tener hijos.
Los jóvenes, y sobre todo los varones, le tienen miedo al matrimonio, pues están experimentando en cabeza ajena cómo esta institución está abocada inexorablemente al fracaso, con todas las consecuencias dolorosas en lo espiritual, -en la que se quedan abiertas heridas que pueden durar toda la vida-, y en lo económico en la que se reduce a los cónyuges, ahora separados, a un estado de aprietos monetarios que a veces, dura durante décadas. Se está creando la sociedad de “los solos”, -triste remedo del maligno-, pobres solitarios vueltos hacia sí mismo por puro egoísmo. La disminución de matrimonios, ya sean católicos, ya civiles, implica lógicamente una drástica disminución de nacimientos. Y aunque existan matrimonios o parejas conviviendo como si lo fueran, el plantearse la paternidad es algo que ni se les pasa por la cabeza pues se piensa que tener hijos es complicarse la vida, perder libertad y sacrificarse económicamente. Si a esto se une la facilidad para abortar y la proliferación de métodos anticonceptivos, no es difícil colegir que la caída de la natalidad es algo completamente inevitable. Y como la necesidad afectiva de las personas es algo natural y de una u otra manera se necesita volcar esta necesidad en alguien, se busca el sucedáneo del hijo, en el perrito, gatito, conejito o lo que sea. Se crea un simulacro de paternidad que sirve para adormecer esa tendencia natural del ser humano.
No es otra cosa lo que viene a decir Plutarco en su “Vidas paralelas”, cuando al empezar a relatar la vida de Pericles, nos cuenta la siguiente anécdota de César:
“Viendo César en Roma ciertos forasteros ricos que se complacían en tomar y llevar en brazos perritos y monitos pequeños, les preguntó, según parece, si las mujeres en su tierra no parían niños; reprendiendo por este término, de una manera verdaderamente imperatoria, a los que la inclinación natural que hay en nosotros al amor y afecto familiar, debiéndose a solos los hombres, la trasladan a las bestias.”.
En efecto, en nosotros hay una inclinación natural hacia la familia, pero como formar una familia implica una serie de servidumbre hacia todos sus miembros, y esto se rehuye debido al hedonismo que cada día nos aprisiona más, se crea una familia de mentira, donde la servidumbre es mínima y el espíritu humano, sin embargo intenta engañarse con este simulacro, queriendo mucho a sus perritos o gatitos o al bichito que sea, y recibiendo de ellos o creyendo que se recibe un cariño recíproco. Cuando en realidad lo que se está haciendo es utilizar a esos animales como placebo frente a la nostalgia que en el fondo todo ser humano siente al faltarle algo para lo que ha nacido: el amor del cónyuge y de los hijos.