Fernando Romero analiza en profundidad los fundamentos del bien común
(Una entrevista de Javier Navascués) –
Fernando Romero Moreno es abogado por la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y Profesor Superior Universitario por la Universidad Católica Argentina (UCA). Está dedicado desde hace 30 años a la Educación, tanto en cargos docentes como directivos. Actualmente trabaja en el Colegio Los Caminos (APDES-Pilar). Es autor del libro “La Nueva Derecha-Reflexiones sobre la Revolución Conservadora en la Argentina” (Grupo Unión, Buenos Aires, 2021).Está casado y tiene 4 hijos.
¿Qué es el bien común y en qué se fundamenta este principio?
La persona humana, para alcanzar su perfección y el despliegue pleno de sus potencialidades naturales, necesita tanto de bienes individuales o no participables como de bienes comunes o proporcionalmente participables y comunicables. Hay bienes comunes parciales, propios de la familia y los cuerpos intermedios, como hay también un bien común “completo, concreto y posible” (Sergio R. Castaño), que es causa final de la comunidad política. Todos ellos constituyen el Bien Común inmanente o temporal, que a su vez se ordena al Bien Común trascendente o eterno que es Dios. El Bien Común político es esencialmente distinto de los bienes comunes parciales y de los individuales. De allí que no se lo pueda confundir con una suma de bienes particulares ni tampoco con un mero “conjunto de condiciones”, que de suyo sólo tienen razón de medio y no de fin. El fundamento del Bien Común radica en la natural sociabilidad y politicidad de la persona humana.
¿Cuáles son sus aspectos principales?
Siguiendo al Doctor Angélico, son: 1) la unidad de la paz; 2) que el pueblo sea dirigido al buen obrar; y 3) los bienes materiales suficientes. Todo esto implica que en la comunidad política haya orden, justicia (tanto en sus partes integrales como potenciales), concordia, amistad social, fomento de las virtudes (naturales y sobrenaturales, intelectuales y morales), leyes respetuosas del orden natural y cristiano, arquetipos (héroes y santos), clase dirigente virtuosa, sanas costumbres, moral pública, ciencias, humanidades, artes, bienes y servicios materiales acordes con las necesidades fundamentales de la persona humana, justa distribución de los mismos e independencia económica de la sociedad para alcanzar el bien común sin injustas tutelas foráneas. El bien común acumulado en el tiempo es, al buen decir de Ullate Fabo, la Tradición. Si el fin propio de la comunidad política es el bien común temporal subordinado al bien común eterno, lo propio del buen gobernante y de los integrantes de la comunidad en cuanto tales será pues recibir, purificar, enriquecer y transmitir a las nuevas generaciones el patrimonio espiritual y material heredado, es decir, la Tradición.
¿Por qué, para que subsista una sociedad, es necesario que los individuos velen por el bien común?
Porque el bien común se alcanza mediante las acciones y operaciones propias de todos sus integrantes. El poder político tiene fines propios y es el garante último del bien común, pero para alcanzarlo es necesario que todas las personas velen por su consecución. Un ejemplo puede ayudar a entenderlo mejor. Uno de los aspectos principales del bien común es la paz. Para ello el poder político se ocupa tanto de la defensa exterior como de la seguridad interior de la comunidad. Pero la paz no es la mera ausencia de conflictos sino la tranquilidad en el orden, lo que supone la existencia de la concordia política, de la justicia y de la amistad social. Y para alcanzar esos bienes, todos deben aportar lo suyo. Es en la acción mancomunada de esa “sociedad de sociedades” que es la comunidad política donde encontramos el origen de la paz. Lo mismo sucede con otros aspectos del bien común político.
¿Cómo ha estado presente en la filosofía clásica este concepto?
Todo el pensamiento clásico, desde Sócrates, Platón y Aristóteles, pasando por Cicerón hasta llegar a la Patrística ha señalado la primacía del bien común y sus elementos fundamentales. Y estas enseñanzas no se encuentran sólo en la filosofía sino también en la literatura. Basta con recordar a Homero, Sófocles o Virgilio. Claro que en el caso de los pensadores greco-romanos hay errores que debieron ser corregidos por el Cristianismo desde una razón iluminada por la Fe. De allí la importancia de ciertos Padres de la Iglesia, por ejemplo un San Agustín, quien abordó este principio desde su profunda concepción sobre la Ciudad de Dios, importantísima para la Cristiandad medieval y para la restauración de la Cristiandad que los católicos buscamos.
Igualmente en la tradición tomista y escolástica ha sido muy importante.
Exacto. Fue Santo Tomás de Aquino quien definió y mejor explicó la naturaleza del Bien Común en tanto principio político y como el mayor de los bienes humanos en el orden temporal. Hay que “ir a Tomás” y a sus más fieles discípulos para estudiar esta noción y todo el contexto de ideas que con ella se relacionan: la sociedad en cuanto todo de orden, ubicada categorialmente en el accidente relación; la persona humana entendida como social y política por naturaleza; el bien común como término análogo y causa final de la sociedad; la comunidad política como necesaria en orden al Bien común inmanente y la Iglesia en orden al Bien Común trascendente; la vida virtuosa como uno de sus elementos esenciales; etc.
Y es en la tradición de pensamiento más fiel a Santo Tomás, exenta de errores individualistas o personalistas, donde encontramos la noción más precisa de Bien común, su primacía en relación al bien particular y la religión como su núcleo teologal imprescindible. Me refiero, claro está, a pensadores como Leopoldo Eulogio Palacios, Charles de Koninck, Julio Meinvielle, Osvaldo Lira, Francisco Elías de Tejada, Juan Vallet de Goytisolo, Rafael Gambra, Carlos Cardona, Guido Soaje Ramos, Félix A. Lamas, Héctor H. Hernández, Camilo Tale, Sergio R. Castaño, entre otros.
¿Cómo en la modernidad se ha distorsionado la idea clásica del bien común y cuáles son los principales errores al respecto?
En la Modernidad hay una gran cantidad de errores acerca del Bien Común. Pero haciendo una síntesis didáctica podemos decir que los principales han sido aquellos que confundieron este concepto con falsos fines de la comunidad política como la razón de estado (Maquiavelo), la suma de bienes individuales (Locke), la Voluntad General (Rousseau), la igualdad de una utópica sociedad sin clases (Marx) o los intereses de una supuesta raza superior (Hitler). De allí se desprenden las tres ideologías políticas típicas de la Modernidad: el nacionalismo, el liberalismo y el socialismo. Hoy asistimos a un “revival” de la falsa disyuntiva individualismo vs colectivismo implícita en la contraposición de esas ideologías. Por un lado el auge creciente del llamado “libertarianismo”, que reduce los fines de la sociedad a la salvaguarda de “la vida, la propiedad y la libertad”, sin más límites que los derechos de terceros y el orden público; y por el otro al “progresismo” globalista, expresado en la totalitaria Agenda 2030 de la ONU y el Gran Reinicio propuesto por el Foro Económico Mundial. Hay otras corrientes más o menos influyentes en la actualidad que también son tributarias de esos errores: el neoconservadorismo en los EE.UU, el nacional-bolchevismo en Rusia y el Socialismo del Siglo XXI en Iberoamérica. También hay distorsiones en ciertas corrientes que dicen inspirarse en la Doctrina Social de la Iglesia pero que en realidad la contradicen. Es lo que sucede por ejemplo con la llamada Teología del Pueblo.
El individualismo, el colectivismo y el personalismo se oponen al bien común. ¿Por qué?
El individualismo niega el bien común como principio político fundamental, al hacer de las libertades individuales el bien más alto de la vida social. O al confundir bien común con orden público y bienes públicos. El colectivismo implica hipostasiar la sociedad, como si fuera un todo substancial y no un todo de orden. En consecuencia, defiende un falso bien común político y niega los bienes comunes parciales de la familia y los cuerpos intermedios, así como también los bienes individuales de la persona humana. El personalismo se presenta como una superación de este conflicto ideológico, pero lo que hace es introducir aún más confusión. El personalismo y el llamado “liberalismo católico” desnaturalizan la noción tomista de Bien Común mediante la falsa distinción individuo-persona, su definición como un mero “conjunto de condiciones”, la distorsión de conceptos como los de justicia y paz, la negación de que la vida virtuosa sea un fin necesario de la ley positiva, el abandono de la Cristiandad como ideal o “tesis” en lo que hace a las relaciones Iglesia- Estado, su reemplazo por una laicidad aconfesional de corte naturalista o semi-naturalista y una concepción heterodoxa sobre los derechos naturales de la persona humana, entre otras cuestiones. Estos errores, como es sabido, se encuentran presentes, con mayor o menor gravedad, en pensadores como Jacques Maritain y los “neomaritaineanos”. Por citar a los más relevantes y sin desconocer ni negar los méritos que puedan tener en otras cuestiones, podemos nombrar algunos actuales como Andrés Ollero Tassara, Martín Rhonheimer, Gabriel Zanotti, Alejandro Chafuén, Mariano Fazio, Juan Manuel Burgos y Francisco José Contreras (en el mundo hispano-latino) así como a Michael Novak, George Weigel, John Finnis y Thomas Woods (en el mundo anglosajón).
Aunque en teoría un político, un servidor público, debe velar por el bien común, en la práctica esto es papel mojado. ¿Por qué hoy en día buscan antes sus intereses, el poder…que el bien de la sociedad?
Pienso que no todo es papel mojado. Aunque cada vez sea más difícil participar en política sin violar el orden moral, hay no obstante honrosas excepciones. Pero es verdad que en la mayoría de los casos sucede lo que usted señala, aunque las intenciones sólo Dios pueda conocerlas y juzgarlas. Las causas son, por cierto, de todo orden. Por de pronto, están las pasiones desordenadas, los condicionamientos ideológicos y las presiones externas (hoy sobre todo las que tienen su origen en la corrección política, los medios de comunicación, las redes sociales o la corrupción). Existe además toda una matriz cultural y un sistema político-económico que ha ido formando lo que Juan Pablo II llamaba una “estructura de pecado” y que hace aún más difícil actuar de acuerdo al bien común en la vida pública. Basta pensar en la influencia que tienen sobre cualquiera que trabaje en política el laicismo, la dictadura del relativismo, la cultura de la muerte, la ideología de género, la izquierda cultural, el globalismo, etc., y todo eso en el marco de una concepción totalitaria de la democracia, prebendaria de la economía (el “crony capitalism”) y progresista de la cultura. Por lo demás, la gran mayoría de los dirigentes sociales han ido aceptando en mayor o menor medida el error de pensar que, al actuar en la vida pública, el fin sí justifica los medios y que quien no acepta esa premisa, no llegará muy lejos ni podrá influir seriamente en la toma de decisiones.
Hay que reconocer que, frente a esta inmoralidad opresiva, algunas personas de bien, incluidos aquí no pocos católicos, optan por un abstencionismo político que deja el camino libre al enemigo. De allí la importancia de que los católicos participen en política, no hagan “dejación de derechos” y recuerden que es precisamente misión de los laicos la “instauración cristiana del orden temporal”. Para no caer ni en el relativismo ni en el puritanismo político, es importante que conozcan bien los principios básicos de la teología moral católica (elementos del acto bueno, actos intrínsecamente malos, acciones de doble efecto, distinción entre cooperación formal y material con el mal, etc.). Por último y para quienes queremos una restauración de la Civilización Cristiana, no es un dato menor la influencia negativa que ejercen la Masonería, las corrientes anticatólicas del Judaísmo y lo que el Padre Julio Meinvielle llamaba la “Iglesia de la Publicidad”, hoy más fuerte que nunca. Pecaría como mínima de ingenuo el católico que quisiera actuar en política, pensando que esas realidades sólo existen en la mentalidad “conspiranoica” de ciertos “tradicionalistas trasnochados”.
¿Cómo las sociedades capitalistas y liberales no velan tanto por el bien común sino que dejan que el mercado marque sus reglas sin una moral que los rija?
El capitalismo liberal (que no es necesariamente cualquier clase de capitalismo, al menos como lo ha definido siempre la Doctrina Social de la Iglesia) es lógico que no vele por el bien común, porque el liberalismo ideológico es la negación misma del bien común. Basta pensar en la definición que de liberalismo ha hecho popular el economista argentino Javier Milei. “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad privada”. En esa definición no hay referencia alguna al bien común ni a una moral objetiva ni a la justicia social. El problema no es aquí, stricto sensu, el mercado sino la ausencia de un orden jurídico, político y moral que lo regule de acuerdo a principios del derecho natural como son los de reciprocidad en los cambios, salario justo, condiciones dignas de labor, subsidiariedad, solidaridad, bien común, etc. Es cierto que esta definición corresponde a la tendencia más individualista del liberalismo y no sería justo extenderla a otras visiones que sí admiten varios de esos principios e indican además que hay bienes que están “más allá de la oferta y la demanda” (W. Röpke). Pienso por ejemplo en los fundadores de la Economía Social de Mercado o en ciertos católicos liberal-conservadores, aunque sin negar ni ocultar los errores que sigan teniendo.
Con todo, ese craso liberalismo individualista al estilo Milei, fuera de ciertos ámbitos académicos, mediáticos y políticos, ya no tiene la influencia que pudo alcanzar en el siglo XIX o, con todos los matices que habría que hacer, en los modelos de Tatcher, Reagan, Pinochet y el Consenso de Washington. Tal vez exista aún en ciertos mercados exageradamente desregulados, como puede suceder con el laboral o el financiero en ciertos países. Pero lo que abunda hoy es más una diversidad de modelos de “crony capitalism” que de capitalismo liberal, si tenemos en cuenta las prebendas e injustos privilegios que reciben no pocas empresas por parte de los gobiernos y los organismos internacionales. O si pensamos en cómo influyen de modo negativo políticas no liberales como son la emisión de moneda fiduciaria, ciertas decisiones arbitrarias de los Bancos Centrales, el sistema bancario de reserva fraccionaria o la misma existencia de entidades como el FMI o el Banco Mundial.
Eso afecta de modo semejante al capitalismo anglosajón, al renano y al nórdico como a las economías de corte socialista y populista de Asia, África y América, éstas últimas “financiadas” multitud de veces por esos mismos organismos internacionales de crédito (Peter Bauer). Por no hablar de la colisión entre la Alta Finanza, las Big Tech y la ONU, es decir, el Imperialismo Internacional del Dinero que denunció hace casi cien años el Papa Pío XI, sólo que agigantado por la Cuarta Revolución Industrial que estamos viviendo. Y lo que hay allí no es un grupo importante de capitalistas que compiten según las reglas de una sana economía de mercado (como la que defendiera Johannes Messner o describiera Juan Pablo II en Centesimus Annus), sino que reciben injustos beneficios de los gobiernos de turno mientras esos mismos gobiernos o los mencionados organismos internacionales favorecen políticas estatistas y contrarias al orden moral objetivo en materia de salud pública, seguridad social, educación, medio ambiente, etc.
Las dictaduras comunistas pareciera que en teoría buscan el bien común, cuando realmente ni por asomo lo hacen.
Las distintas dictaduras comunistas del pasado (en la URSS y Europa Oriental) como del presente (China, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Nicaragua, etc) no buscan el bien común ni en la teoría (como dijimos, el objetivo de la sociedad sin clases es una utopía y nada tiene que ver con la noción clásica de Bien Común) ni en la práctica (pues lo que defienden son los intereses del Partido Único identificado con el Estado, de suyo totalitario). Simplificando mucho podríamos decir que un modelo como el de la China actual es o pretende ser capitalista en la producción, socialista en la distribución y totalitario en lo político. De allí que se lo califique en ocasiones como un “socialismo de mercado”. En Corea del Norte, Cuba o Venezuela ni siquiera existe la relativa libertad económica que hay desde 1980 en China ni, por lo mismo, un análogo crecimiento. En cuanto a la distribución de los bienes sigue siendo injustamente desigual en China, mientras que en el resto de los países comunistas o socialistas lo que se distribuye es, simplemente, miseria.
Además, ninguno de estos modelos busca una sociedad pacífica, virtuosa y anclada en el respeto por la verdad religiosa, la familia y la justicia. Y el patriotismo que inculcan es el del nacionalismo ideológicamente moderno, estatista y maquiavélico, unido a un marxismo heterodoxo que resulta atractivo sólo para la mentalidad utopista del progresismo occidental. En consecuencia, si se quiere pensar en políticas públicas que realmente permitan alcanzar el bien común en el orden económico, no sólo hay que rechazar el liberalismo de corte individualista o utilitarista, sino también el capitalismo prebendario (nacional o internacional), el socialismo de mercado, el populismo estatista y las presiones de la oligarquía financiera internacional. Eso requiere adaptar al siglo XXI, un modelo en el que exista una articulación óptima y posible entre el Estado subsidiario, los cuerpos intermedios y el mercado, saliendo de la falsa disyuntiva entre Estado Gendarme y Estado Providencia. Y evitar la tentación tan cara a la progresía globalista de erigir un Estado Mundial de Bienestar que acabaría con todas nuestras libertades concretas en aras de una igualdad abstracta planificada por ingenieros sociales de mentalidad tecnocrática.