Por Carlos Ibáñez
En la primera década del pasado siglo se discutía en el Senado la posibilidad Y conveniencia de prohibir la propaganda anarquista. Los senadores liberales se escudaban en su mantra de que “el pensamiento no delinque”. El senador Carlista, Don Manuel Polo y Peyrolón, defendía nuestra línea permanente de que “es absurdo poner tronos a los principios y cadalsos a las consecuencias”. Propugnaba la prohibición de tal tipo de propagandas.
Entre su documentada y extensa intervención, nos ha llamado la atención el siguiente párrafo:
En casos de peste, de cólera y de toda enfermedad contagiosa, ¿qué hacemos para evitar la muerte de los individuos??Se toman las medidas preventivas o higiénicas, como las desinfecciones, los cordones sanitarios, los lazaretos…….
Nuestro correligionario daba por seguro que todos aceptarían la realidad de la naturaleza. Que, aunque discrepasen en el terreno se las ideas, ante los hechos no había discusión.
Han pasado más de cien años. Y el mito liberal de que todas las ideas son buenas, ha llegado a convencer a muchos de sus seguidores de que la realidad puede cambiarse por el pensamiento. El mito revolucionario del “seréis como dioses” ha calado tan hondo que muchos defienden su derecho a no admitir las medidas que se adoptan para evitar la difusión del mal. Hemos llegado a una situación de discrepancia que no podemos ponernos de acuerdo en un punto como éste, en el que todos coincidían hace cien años.
Lo vemos en las numerosas infracciones que se cometen diariamente (sobre todo nocturnamente) y de las que nos dan cuenta los medios de comunicación. Los infractores no rechazan las disposiciones de los gobernantes por desacertadas. Que eso es aceptable. Se niegan, simplemente, a cumplir las normas elementales para evitar los contagios.
A eso nos ha llevado el liberalismo. A desobedecer las normas que impone la más elemental prudencia. A negar que es de día cuando el sol brilla en todo su esplendor.