Con la llamada “inteligencia artificial” (IA) estamos viviendo una revolución en directo, paso a paso, alarma sobre alarma y aspaviento sobre aspaviento. Han dicho ciertos analistas que la IA “dificultará todavía más el acceso a la verdad”. En mi opinión no va a suceder eso sino que, por el contrario, la explosión de la IA -que va a morir de éxito- va a terminar revalorizando las cosas reales, las conversaciones cara a cara y los conciertos a capella. El acceso a la verdad no se va a dificultar porque la verdad no va a desaparecer. Eso sí, para descubrir la verdad tendremos que dejar de lado las pantallitas.
Cada día que pasa la IA -muy artificial y no tan inteligente- se aleja de cualquier cosa que requiera un poco de seriedad o rigor. Esto no es nada nuevo porque quienes durante las últimas décadas hemos visto y admirado el desarrollo de los efectos especiales en el cinematógrafo sabemos que estamos muy lejos de la ingenuidad de los primeros espectadores de la primera proyección de los Lumière quienes, según cuentan, se levantaron asustados de sus sillas al proyectarse los fotogramas de una humeante locomotora. Gracias a todas las mentiras de la historia, al cine, y a las creaciones de la IA vamos todos a decir, como el replicante de Blade Runner “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais”: efectos especiales, trampantojos impactantes, espectáculos rutilantes, puro artificio para entretener al personal. Todo un repertorio de maravillas que, una tras otra a cuál más sospechosa, irán endureciendo nuestra sensibilidad hasta que lleguemos al punto de convertirnos en unos perfectos descreídos. De la aldea global a la desconfianza general.
Los noticiarios de la televisión se suicidaron el día en que decidieron mostrar -imágenes creadas por IA- al Papa con un abrigo absurdo o al ex-presidente Trump detenido violentamente por la policía. Los historiadores y los arqueólogos tiemblan ante la avalancha de falsificaciones que inevitablemente se va a colar en los procesos de digitalización de los restos antiguos. Los colegios y universidades tendrán que volver al lápiz y papel de toda la vida en sus exámenes. Los mismísimos tribunales tendrán que modificar su relación con las pruebas judiciales porque ¿Quién podrá garantizar a partir de ahora la veracidad de una grabación de imagen o de sonido? De esta forma, si todas las cosas -las noticias, los museos, los exámenes, o las pruebas- son al final susceptibles de haber sido manipuladas, nada que sea fruto de un proceso digital será creíble.
Conviene recordar que la llamada Inteligencia Artificial es en realidad pura memoria informática, una quisquillosa “memoria democrática” y políticamente correcta, que utiliza algunos trucos para parecer inteligente. Trucos que me recuerdan a los que todos hemos usado alguna vez cuando nos preguntan algo y estábamos despistados. Trucos que son muy parecidos a los que desarrollan los enfermos de alzheimer en las fases iniciales de la enfermedad y con los que, a veces, consiguen dar el pego y aparecer despiertos ante su interlocutor. La creatividad aparente de la IA se basa en el puro azar y fabrica sus productos con pensamientos humanos previos, porque es como el monstruo de Frankenstein pero hecho no con retazos de cuerpos sino de almas. No es tan seria como aparenta. Nunca será autoconsciente. Y no es lista, sino que ha sido programada para mentir con rapidez. Por todo ello estoy seguro de que aunque sea por pura supervivencia pronto dejaremos de tomarla en serio. Y lo haremos principalmente para no ser asfixiados por la mentira. No digo esto por ser un mero optimista, es que confío en la realidad.
No hay nada tan viejo como la mentira. Aquel invento fatal de la serpiente del Paraíso ha ido evolucionando desde entonces, apoyándose sucesivamente en la palabra, la imagen, la imprenta, el audiovisual o la informática hasta que finalmente ha aprendido tanto que parece sabia, aunque sabe más por vieja que por mentirosa.
En la antigüedad, cuando se mentía, siempre se pillaba al mentiroso antes que al cojo, tal y como nos enseña aquel refrán prehistórico. Luego, cuando se inventó la imprenta la cosa se complicó porque la gente empezó a decir “lo he leído en un libro”. Con la televisión dijimos: “lo ha dicho la tele”, sin caer en la cuenta de que las teles dicen, generalmente, aquello que sus dueños quieren que digan. Ahora el problema de la IA es su capacidad monstruosa de amplificar las mentiras de una forma abrumadora. Hasta ahora podíamos convivir con gente mentirosa, también con libros mentirosos, incluso con televisiones mentirosas pero ¿Quién podría sobrevivir en un mundo dominado por la mentirosísima IA?
Algunos modernos, lectores desordenados de ciencia ficción, han pedido la paralización de la IA porque se han creído la paranoia cinematográfica de que un día habrá una IA autoconsciente que nos utilizará a los humanos como pilas de energía o simple materia prima. Yo no creo que sea ese el peligro que nos acecha. En cambio sí que veo necesario que la IA sea relegada al rincón del puro ocio para que no nos inunde con su lava de mentiras. De la misma forma que los libros de caballerías nunca debieron dejar de ser una mera distracción para hidalgos cincuentones.
Dicho de otro modo, lo que estoy pidiendo es que guardemos la IA no en el armario de las cosas inteligentes sino en el de los artificios, junto con las mentiras, las leyendas, las películas tontas y el vino artificial, ese que maldecía la copla popular: “las bodeguitas de Haro las haimos de quemar, se muere mucha gente del vino artificial.”
Aprendamos a manejar nuestras propias herramientas, también las digitales, y preocupémonos más por la mengua de la inteligencia natural que por el aumento de la artificial. ¿No han visto ustedes la pena que da Elon Musk presentando sus robots humanoides? Un pato cojo andaría mejor. ¿No se dan cuenta de que lo que algunos están buscando como locos no es la humanización de las máquinas sino la robotización -o sea, la esclavitud- del ser humano?
Alejemos a la IA de las cosas serias, de los niños, de la formación, del conocimento, de la justicia… si no queremos acabar como la torre de Babel o, peor aún, esclavos. Alejémonos de las herramientas invasivas que empiezan siendo ayudas, asistentes, muletas y acaban convertidas en prótesis para cyborgs de cerebro embotado. El gobernador Pilatos preguntó una vez “Quid est veritas?” y no sabía que estaba poniendo el dedo en la llaga: la Verdad es aquello -o Aquél- que nos llega por un testimonio fiable, como el de los mártires; aquello -o Aquél- que nos hace libres. La mentira en cambio, es aquello que nos llega de forma artificial. Aquello que, por tanto, nos esclaviza.