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25 de octubre de 2024 0

La encíclica “Dilexit nos” del papa Francisco

(por Javier Urcelay)

Ayer día 24 de octubre el Vaticano hizo publica la encíclica “Dilexit nos”, cuarta del pontificado del papa Francisco.

La lectura de su texto ha sido para mí una verdadera y muy grata sorpresa.

Muchos católicos de línea tradicional -no hablo de los sedevacantistas u otros desvaríos por el estilo- han (o, en ocasiones, hemos) roto, si no de manera formal si espiritualmente, con el actual pontífice, al que consideran contaminado de modernismo y proclive a las corrientes ideológicas del mundo contemporáneo. Aducen en su cargo declaraciones imprudentes, precipitadas y, desde luego, poco afortunadas sobre la validez de las diversas religiones, el feminismo, el cambio climático, la inmigración o incluso sobre el tradicionalismo, y no le perdonan sus salutaciones a ciertas personalidades de marcada significación anticristiana, sus pintorescos viajes a paises exóticos olvidándose de la agónica situación del Occidente cristiano, su exhortación “Fiducia suplicans” sobre las bendiciones a las parejas homosexuales y, mucho menos, su prohibición o restricciones injustificables a la llamada misa tradicional. Con este bagaje, han desconectado de su magisterio, y “pasan” de sus intervenciones, que dan de plano por oídas y descartadas, posicionándose respecto al actual pontificado en un cierto compás de espera de futuros tiempos mejores.

No entraré ahora en la discusión doctrinal sobre la significación del Pontificado para la Iglesia Católica, ni en la de carácter más espiritual sobre la actitud que un católico debe mantener respecto al Papa, como cabeza de la Iglesia y como representante de Cristo en la tierra. Ni tampoco en las palabras que los santos han manifestado al respecto y las actitudes que nos han enseñado a lo largo de la historia. Bástame repetir, como dejó dicho el cardenal Ratzinger, después Benedicto XVI, que “sin el Papa no se va a ningún sitio”. O dicho de otro modo y a la manera clásica: “Ubi Petrus, ibi Eclesia” -donde está Pedro, allí está la Iglesia”. Y ello no por los méritos mayores o menores del hombre concreto que ostenta el pontificado -pecador como todos los que componemos la Iglesia-, sino por expreso deseo de su divino fundador, que garantiza la asistencia del Espíritu Santo al sucesor de Pedro para el mantenimiento del depósito de la Fe y para regir la nave de la Iglesia.

Y no es cuestión de extenderme ahora sobre lo que es magisterio ordinario o extraordinario, dogma de fe o materia opinable, etc, por que no es el objeto de este breve comentario.

A lo que voy, es a que sería una pena que ese desenganche de tantos católicos respecto  al papa Francisco, les privase de leer esta encíclica. O mejor, de meditarla y de llevarla a su oración. Porque se trata de un verdadero regalo, llamado a producir muchos frutos espirituales.

Hay quien ve en la publicación de la “Dilexit nobis” una forma de dar una de arena después de tantas de cal, para hacerse perdonar y aplacar el descontento que el papa conoce que existe entre el catolicismo más tradicional. Hay quien piensa, por el contrario,  que se trataría más bien del “canto del cisne” con el que el papa querría irse preparando para encuentro con el supremo juez ante el que dentro de un tiempo, necesariamente ya no muy lejano, tendrá que comparecer. Hay quien sospecha que al papa -cuya altura intelectual y teológica discuten- le han escrito la encíclica, quizás algún jesuita de buena línea que le ha hecho ese favor. Porque, ciertamente, la encíclica destila espiritualidad jesuítica e ignaciana por sus cuatro costados. Personalmente me parece que se pueden juzgar los hechos, pero que presuponer o juzgar las intenciones nos introduce en un campo peligroso. En este caso, y en cualquier otro; y que este es un mal desgraciadamente bastante extendido en nuestro campo, y aun más en los sectores de un cierto nuevo fariseísmo integrista, como sabe, por experiencia propia y reciente, el que esto escribe.

El único objeto de este comentario es ahora invitarles a leer la encíclica. A ser posible sin los anteriores prejuicios y con la mente, y el corazón, abiertos.

Y a ver en ella lo que es: un precioso regalo para volvernos a enamorar del Corazón de Cristo.

 

 

 

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