En el transcurso de la historia, el arte ha servido como reflejo de verdades fundamentales que eventualmente sostendrían nuestra actual civilización cristiana. Un ejemplo primigenio de esta función sagrada lo encontramos en aquellas estatuas antiquísimas que, desde los albores de la humanidad, han rendido homenaje al más noble de los misterios: la maternidad.
Estas figuras, con su recurrente representación del cuerpo desnudo y frecuentemente en estado de gestación, revelan una concepción profunda y trascendental del papel de la mujer en la sociedad. No es casualidad que muchas de estas esculturas adopten la apariencia de madres; por el contrario, esta iconografía da testimonio de un orden natural y divino en el cual la mujer se consagra a la perpetuación de la vida con la dignidad y el sacrificio inherentes a su misión.
Asimismo, el uso del ocre rojo en estas imágenes antiguas nos remite a la sangre, elemento sagrado en la Tradición cristiana en tanto que símbolo del sacrificio y la vida. En estas formas arcaicas podemos reconocer una prefiguración de la idea de Redención más tarde ofrecida por Cristo, Cuya Sangre derramada nos trajo la Salvación. En este sentido, estas representaciones se inscriben dentro de una gran Tradición que, desde tiempos inmemoriales, ha vinculado la fecundidad con la entrega amorosa y el sacrificio trascendente.
No deja de ser significativo que muchas de estas figuras carezcan de pies, como si estuvieran diseñadas para ser colocadas en un espacio de honor o elevadas sobre un pedestal, al igual que fue elevada la Virgen María en su Asunción a los Cielos. Esta ausencia de extremidades inferiores nos recuerda que la vocación materna no está ligada a lo terrenal, sino que es, en esencia, una misión elevada, orientada a lo trascendental y a la continuidad de la fe y la tradición.
En tiempos en los que se pretende desdibujar el papel natural de la mujer y se buscan destruir las bases de la civilización cristiana, estas estatuas nos recuerdan que la maternidad no es solo una función biológica, sino un llamado divino. Son un testimonio de la verdad perenne que nos enseñaron nuestros ancestros y que la Iglesia ha sabido preservar: que la familia es el fundamento de toda sociedad y que, en el seno materno, comienza el misterio de la vida y la salvación.
Este arte primitivo, lejos de ser una mera curiosidad arqueológica, nos ofrece una lección sobre el orden natural y divino que rige el mundo. A través de estas estatuas, nuestros ancestros honraron la grandeza de la maternidad y de la familia, pilares que han sostenido la Cristiandad desde su origen y que debemos esforzarnos en preservar frente a los embates de la modernidad.