En el televisor aparecen las imágenes del traslado de los restos de Isabel II de Inglaterra al castillo de Windsor.
La curiosidad por ver cuánto queda el Inglaterra de la Fe que un día profesaron sus habitantes y que originó se denominase a gran Bretaña “la isla de los santos”, me ha llevado a presenciar su funeral en Westminster.
Me ha llamado la atención de una frase del sermón del arzobispo de Canterbury. Ha dicho: “ante este mismo altar proclamó su lealtad a Dios, antes de sus súbditos jurasen lealtad a ella.
He quedado admirado de que desde la “pérfida Albión” nos llegue una síntesis tan acertada de lo que es la Monarquía Cristiana. Y me he apresurado a escribir estas líneas.
Los súbditos juramos lealtad a un hombre. No a un hombre cualquiera, sino a uno que ya está ligado ante Dios por otro juramento. Ante uno que se ha declarado servidor de un Dios que le ordena amarnos a todos como a sí mismo por amor a Él. No nos ligamos a un azar, sino a una seguridad. A la seguridad de que el Rey se siente obligado a amar a sus súbditos.
Ya sabemos que “del dicho al hecho hay un gran trecho”. Que son muchos los reyes cristianos que, en su gobernación, no se han atenido a esa obligación. Y como consecuencia, tampoco los súbditos les fueron fieles, Y los ejemplos que de ello nos da la historia son sangrantes.
Pero al menos, reyes y súbditos sabemos cómo estamos obligados a comportarnos. Si unos y otros obramos mal tenemos una conciencia que nos remuerde y la luz de una Fe que nos dice que debemos rectificar y cómo hemos de hacerlo. En una palabra: tenemos la posibilidad de mejorar.
Todo lo contrario que ocurre con los gobiernos seguidores de la Revolución. Sean monarquías o repúblicas. No reconocen una autoridad suprema que les obligue. Ignoran el camino que han de seguir para obrar bien. Así nos van las cosas.