(Por Javier Garisoain) –
Hace unos días cayó en mis manos una edición del Libro de la primera navegación y descubrimiento de las Indias, obra de Cristóbal Colón, editado y comentado por Carlos Sanz en 1962.
Todo lo relacionado con Colón y los primeros viajes del descubrimiento de América anda siempre envuelto en controversia. Ni siquiera se sabe con certeza cual de las Bahamas es la Isla de Guanahaní, la primera en la que desembarcaron el Almirante y los hermanos Pinzón, bautizada por eso como San Salvador. Se sabe que era una isla bastante poblada, de vida primitiva aunque con una agricultura desarrollada.
El diario manuscrito de Colón ya no existe. Se perdió como tantas cosas y tantos papeles en la historia. Su contenido, sin embargo, se conoce en gran medida gracias a que el padre Bartolomé de las Casas transcribió y compendió gran parte del documento original.
En la narración de los hechos ocurridos el famoso 12 de octubre de 1492, inmediatamente después de describir el desembarco el mismo Colón deja por escrito lo siguiente:
“Yo, porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla”.
Y entonces, al leer esto, es cuando yo, carlista de toda la vida, hispanista convencido, amigo de la boina… que tanto creía haber leído y oído me doy cuenta -una vez más- de mi tremenda ignorancia y me pregunto ¿cómo es posible que haya oído antes nada de esto?
Porque, vamos a ver, un bonete de finales del siglo XV, se mire como se mire, es una prenda de cabeza, de lana abatanada, redonda, tejida de forma que requiere un rabillo en su centro. Pero es que además eran colorados aquellos bonetes. Y eso es lo que en lenguaje actual llamaríamos, simplemente, boinas rojas. Y fueron el primer regalo. Una baratija simpática en palabras de Colón, que lo menciona como de pasada, como sin darle demasiada importancia, pero fíjense en el resultado: aquellos isleños ignotos “hubieron mucho placer y quedaron nuestros”.
Luego la historia se complica, y más si cabe en aquellos primeros momentos de los primeros encuentros hispanoamericanos del caribe. Historias de naufragios, traiciones, luchas, envidias, abusos y ambiciones se entremezclan con fatigas, celo apostólico, coraje sin límites…
Pero en el primer momento había unos bonetes colorados. Boinas rojas desde el minuto uno de un encuentro que cambió la historia.
Sería bonito pensar que quizás, todavía, quinientos años después, en algún rincón del Caribe, existe alguna familia que conserva como una reliquia un trocito de aquellos bonetes colorados que trajeron los españoles como señal de buena voluntad.
Sería como una señal de todo lo que nos une, y de todo lo que aún tenemos por delante.