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14 de septiembre de 2018 0 /

LOS “VALORES” Y OTRAS TRAMPAS DEL LENGUAJE

“Valores”, “paradigmas”, pareciera que son términos que están muy de moda, que han hecho fortuna y han logrado una difusión extraordinaria en el lenguaje de uso común por gentes más o menos bien intencionadas. No obstante, son, en realidad, términos artificialmente inculcados que conllevan nociones tremendamente nocivas y recurso casi universal para difuminar aquello que no se quiere decir expresamente o para enmascarar lo que se está manifestando, pues, en realidad, no se especifica nada.

El uso de esta terminología NO ES NEUTRO, NI INOCENTE, sino que determina posiciones filosóficas e ideológicas deleznables que han sido estudiadamente difundidas, e infundidas, por acción de propaganda subliminal por trasvase ideológico inadvertido mediante el lenguaje, táctica de psicología social en la “guerra subversiva” que, en forma dialéctica, efectúa un cambio de mentalidad para forzar lo que denominan “cambio de paradigma” (fundamento de la teoría de la ciencia revolucionaria de Thomas Kuhn). La guerra subversiva se asienta en dos tipos de acciones complementarias que deben operar simultáneamente: la propaganda destinada a despojar de la anterior estructura moral, social y administrativa a aquello que se ha de someter y la propaganda destinada a inducir en la mente de los hombres determinada ideología, hasta ser asumida como propia.

Para comprender cómo opera esta técnica de actos condicionados, en las escuelas de adiestramiento revolucionario, la enseñanza clásica proponía como ejercicio el problema de «¿Cómo lograr que un gato acepte comer pimienta?», a pesar de que les desagrada enormemente y la rechazan, al que se le daba tres posibles soluciones. La primera sería abriendo el hocico del gato, por la fuerza; respuesta considerada errónea al faltar el consentimiento del gato. La segunda respuesta sería poner la pimienta en un alimento que le guste (un pescado p. ej.), también errónea, porque el gato lo escupiría en cuanto la descubriera. La respuesta considerada correcta es esparcir pimienta en la alfombrilla que habitualmente usa el gato; cuando el gato se tienda sobre la pimienta, sentirá incomodidad y escozor y comenzará a lamerse para aliviar sus molestias. El resultado obtenido sería que el gato come la pimienta, que detesta de forma natural, por su propia voluntad, totalmente condicionada. El gato no se percatará en forma alguna, ni sentirá, que una voluntad externa lo obliga a un acto contrario a su naturaleza, de manera que ejecuta el acto espontáneamente, una vez ha sido previamente condicionado.

En esto de “los valores” y de los “paradigmas” hay algo más que mero artificio terminológico, puesto que se esconden cuestiones y principios fundamentales. Sin embargo, se ha “vendido” tan bien, que innumerables asociaciones de todo pelaje, hasta la propia Iglesia y las gentes de bien pensar, han caído, asumiéndolos como propios, no dándose cuenta de la tremenda trampa doctrinal que suponen (como tímidamente admitió y advirtió en un brevísimo artículo titulado ¿Valores o virtudes?, en 15 de junio de 2012, Mons. Agustín Cortés Soriano, actual obispo de San Feliú de Llobregat), y ni siquiera se atreven a proponer una educación religiosa católica, sino una “educación en valores”, (siendo digno de leer el Reglamento del Centro de Estudios Teológicos de Sevilla, agregado a la Facultad de Teología de Granada, en el que, sin rubor, se establecen “Paradigmas específicos para cada Plan de Estudios” —hasta 11 veces aparece el término “paradigma” y no desde luego en su sentido etimológico—) [http://www.cetsevilla.com/REGLAMENTOCET.pdf]. Así nos encontramos que muchas instituciones y asociaciones que se consideran a sí mismas católicas de pro y, desconcertantemente, “doctrinalmente impolutos”, enaltecen la ilustración, justifican la revolución francesa y defienden el corrupto sistema imperante, en virtud de lo que está “institucionalizado” y es “políticamente correcto”.

Pero cuando se utiliza el vago término de “valores con los que hay que identificarse individual y colectivamente”, ¿a qué “valores” se está haciendo referencia? y ¿qué se está entendiendo por “valores”? Hasta hace unas décadas el término “valor” se aplicaba habitualmente al precio dinerario de los bienes u objetos, a magnitudes en física o matemáticas, a los títulos y documentos bursátiles; o como “valentía”, cualidad en el ánimo que mueve a acometer y a afrontar algún peligro, y en sentido genérico, en Filosofía, a la cualidad que poseen algunas realidades, consideradas bienes, por lo que son estimables, es decir, estimadas por quienes las aprecian.

La cuestión de los “valores” se debe al planteamiento del sistema filosófico llamado axiología, (Teoría de los Valores, del griego áxios [ἄξιος], digno), cuyo sistematizador fue el alemán Max Scheler, a principios del siglo XX. Ya José Antonio Primo de Rivera definiría al hombre con la vaga idea, tomada de Scheler a través de Ortega, como “portador de valores eternos”. Evidentemente los “valores” a los que debía hacer referencia José Antonio, nada tenían que ver con los “valores” del revolucionario profesional soviético de Lenin, ni estos con los pretendidos “valores” democráticos bajo los que se justificó el terror en la revolución francesa, etc., etc., de donde se deduce que eso de los “valores” es algo contingente e indeterminado, utilitario, dependiente de un sustrato ideológico previo.

En origen, ésta teoría se dirigió contra el positivismo cientifista materialista que dominaba en la mentalidad de la época. Para esa mentalidad sólo es real lo que es de algún modo tangible, esto es, asequible a los sentidos, cuantificable y mensurable. Lo que desborde ésto, como la bondad, la belleza de las cosas, incluso los olores, colores, sonidos, etc., no son sino reacciones subjetivas que sólo se dan en las mentes sobre las que actúan esos átomos o vibraciones materiales, por lo que para esa concepción cientifista, se excluye de la auténtica realidad lo más propiamente humano, ya sea natural o sobrenatural —y por tanto del ámbito de la investigación—. Por influencia del positivismo se conoce hoy como ciencias positivas, sólo las de base físicomatemática, oponiendo a lo real (positivo), lo irreal (negativo), que no serían verdaderas ciencias. Por lo mismo se opone a los juicios del “ser”, como meramente subjetivos.

Max Scheler y los axiólogos opusieron, al reduccionismo positivista, una curiosa división de la realidad entre “ser” y “valor”. “Ser” sería lo que se reivindica como sola “realidad científica”, lo cognoscible por la experiencia sensible y cuantificable racionalmente. El “valor”, en cambio, sería algo inasequible a los sentidos y a la razón, algo que sólo es objeto de una “intuición emocional”; unido a un “ser”, puede separarse de él. Max Scheler, ampliará la concepción fenomenológica de Husserl para estudiar los fenómenos de la vida emocional del hombre (“valores” [Wertethik]) a partir de los cuales elabora una fundamentación personalista de la ética. La realidad se compondría así de “ser” y de “valor”; aquél se conoce por los sentidos y la razón, éste se intuye mediante una capacidad estimativa de apreciación (se valora).

Los axiólogos, entendiendo haber “descubierto la otra mitad de la realidad” —el mundo de los “valores”—, proceden a definir y clasificar las distintas clases o especies de “valor”, estableciendo una “jerarquía”. La realización de los “valores” se concretaría en modelos humanos. Pero la ética de los valores es polarizada, todos los valores se organizan siendo tanto positivos como negativos (tan “valor” es el “amor” como el “odio”) y establece una jerarquía, que denomina “escala de valores”; primero los valores Instintivos (de agrado): (dulce – amargo); segundo, los Vitales (sano – enfermo); terceros, los valores Espirituales, que se dividen en Estéticos (bello – feo); Jurídicos: (justo – injusto) e Intelectuales (verdadero – falso); y por último los Sacros (santo – profano). La moral consistirá, para la axiológica (teoría de los valores), en observar, en cada conducta concreta, la “jerarquía” de “valores” específica, es decir, en anteponer los superiores a los inferiores según sus categorías; y el desorden en obrar inversamente, pero sin dejar de ser “valor”, pudiendo darse “jerarquía de valores” y “valores” de sentido opuesto. A pesar de su proclamada “objetividad” como realidad, es más que evidente que toda estimación emocional ha de ser llevada a cabo por un sujeto, diferente de la de otro sujeto, y toda apreciación ha de ser subjetiva, pudiendo incluso ser declinada. Así pues, “la paz” puede ser considerada un “valor” en la sociedad civil y “la violencia” un valor revolucionario. Habría que explicar a aquellos a los que se les llena la boca hablando de “valores” y “escala de valores” que entran en el terreno del sentimentalismo subjetivo de tal modo que lo amargo, enfermo, feo, injusto, falso o profano son también “valores” en una “escala de valores”, en ésta teoría, según sean apreciados.

El personalismo es una corriente filosófica, de 1930, que toma como base y antecedente la Antropología filosófica kantiana ilustrada, que, en la segunda parte de la obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), considera al hombre “imperativo categórico”. A través de esta fórmula del imperativo categórico, Kant no hace otra cosa, que colocar a la persona como centro de la reflexión, como “ser” absoluto, radicalmente distinto de las cosas y como criterio de juicio determinante para adecuar el obrar. Sólo “el ser racional existe como fin en sí mismo” y “posee un valor absoluto”, en el “reino de los fines”, acentuándose finalmente la autonomía del hombre. Las hipótesis antropocentristas personalistas del mal llamado humanismo cristiano, voluntarismo fenomenológico determinista del que es dependiente, derivaron en dos tendencias sociopolíticas a las que llegan los pensadores personalistas, la “democracia cristiana” (monstruo metafísico), elaborada principalmente por Maritain, y el “cristianismo libertario”, encabezado por Mounier, que podrán ser humanismo —por su antropocentrismo— y cristiano —por la influencia ideológica de las sectas protestantes—, pero desde luego no católico, apostólico, romano.

La filosofía clásica (tanto la tradición aristotélica como la escolástica), no advierte ni la necesidad, ni la utilidad de esa pretendida división de la realidad en “ser” y “valor”. Partiendo de la noción del “ser”, que se manifiesta tanto a los sentidos como al entendimiento, Aristóteles, como es sabido, dividió la realidad de todo el “ser” en diez categorías, grupos o géneros supremos a los que todo lo que es “ser” se reduce, la sustancia (“ser” en sí) y nueve accidentes (“ser” en otro). Partiendo de un “ser” u objeto cualquiera, si se pregunta sucesivamente ¿qué es? se pasará por la especie, el género próximo, el género remoto y la categoría o género supremo, llegando a las categorías de accidente (calidad, cantidad, acción, relación, posición, lugar, tiempo. etc.). El “ser” es una noción compleja objeto de la Metafísica, y de cómo se concibe éste, dependen completamente los sistemas de filosofía que se propongan. Se dice que es trascendental porque trasciende, va más allá, de las categorías o géneros supremos, el “ser” lo abarca todo sin precisar nada. Pero hay otras nociones que, al igual que el “ser”, también trascienden las categorías y se pueden decir de todo, como la unidad, la verdad, la bondad, etc., llamadas por eso trascendentales, precisamente porque, como aspectos o propiedades del “ser”, significan lo mismo que el “ser”, pero con referencia a algo.

Para la filosofía tradicional del “ser”, el “valor” es el mismo “ser” en cuanto perfeccionante deseable, o querido, por la voluntad que lo pretenda rectamente. La deseabilidad de las cosas en la conducta humana viene regida por el orden mismo del “ser”, por la ley natural, el obrar según el bien y su orden natural crea en el hombre las virtudes morales y hábitos de bien. Para la axiología contemporánea, en cambio, el “valor” es algo distinto al “ser”, que se superpone y que se alcanza mediante un acceso diferente, la “intuición emocional de valorar”. Aquí radica la discrepancia, la “jerarqufa de los valores”, por mucho que el sujeto la conozca y la aprecie, no obliga a su observancia, todo lo más, determina una valoración estética emocional considerada como una realidad.

El relativismo postmoderno, hace referencia a “los valores” como meras apreciaciones, opinión o sensación que se tiene de algo que se valora de forma personal y por la comunidad, en tiempo y lugar concreto (paradigma). El pensamiento postmoderno, renuncia a la verdad, en general, y a la verdad del fundamento, en particular. Tal renuncia siempre culmina en un relativismo subjetivista (subjetivismo puro) o incluso en nihilismo, e incurre en el defecto, en lógica, del “circulo vicioso”, pues como se predica que las sociedades “evolucionan” se dice, también que los juicios de valor son variables, introduciendo un relativismo general. Esto es, si en efecto lo que cada cual considera legítimo y razonable son sólo apreciaciones u opiniones, nada podemos afirmar sin aceptar que los juicios valen sólo en el “paradigma actual”, aquí y ahora y si la validez de todo pensamiento, de todo juicio, es provisional y depende de su “valor” como apreciación por los demás, consensual y contractual, como la validez de los juicios de los demás dependen también de los otros, estamos en una falacia en “círculo vicioso” del que no hay modo de salir, lo que implica que en sentido absoluto no valen como razonamiento lógico.

Aquello que en mayor medida caracteriza esta perversión de términos es su intención de establecer un modelo de persona (“un nuevo paradigma”) que actúe de acuerdo con lo que se pretende sean sus propios “valores autónomamente elegidos”, cuando en realidad son enseñanzas preconcebidas dirigidas a desarrollar una dimensión ética y moral ideologizada en sentido integral, mediante la “educación en valores”, como sustituto laicista de principios y creencias, preocupada en formar ciudadanos absolutamente sumisos a lo que la ideología de cada Estado imponga como “valores correctos” y críticos con lo que cada Estado determine “valores incorrectos”. Se hace con los adultos exactamente lo mismo que con el adoctrinamiento sobre niños, esto es, que se asuman determinadas posiciones ideológicas sin cuestionarlas, impidiendo que se paren a pensar QUÉ SIGNIFICAN REALMENTE.

Este invento relativista y subjetivista está intentando desterrar de la humanidad la noción natural de las virtudes, universales y objetivas, disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestros apetitos y guían nuestra conducta —a las que se le oponen los vicios—, y se están tratando de sustituir por “valores”, contingentes y subjetivos, donde a unos “valores” y “jerarquía de valores” dada, se le contraponen otros “valores” y “jerarquía de valores” de distinto signo y parece ser que este despropósito no hay quien lo corrija.

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