¡Perdona! (Que alguien haga algo, nº 41)
por Javier Garisoain
Se trata de hacer algo más que olvidar. Perdonar es recordar para borrar lo recordado. Es limpiar una mancha restregando a conciencia todo lo que haga falta. La convicción de que es posible el perdón es uno de los ejes más sorprendentes de la enseñanza de Jesucristo. Y ha sido en la larga historia de su Iglesia y de los pueblos cristianos una realidad asombrosa. “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Esta es la regla sencilla y exigente -hasta setenta veces siete- para los que creen en el Evangelio. Es normal que cuando se oscurece la fe vuelva el reino rencoroso de los que ni olvidan ni perdonan.
En la vida política, como una de las muchas secuelas que ha dejado el maquiavelismo en Occidente, permanece en el aire la idea de que perdonar es también un arma política. Y por ello parecen creer algunos que si se perdona gratis es porque se está siendo derrotista. Y si no se está dispuesto a perder es porque se perdona después de un cálculo interesado que ha convertido la reconciliación en un cambalache. Los apóstatas contemporáneos no entienden el valor regenerador de una reconciliación sincera. Cuando no se cree en lo más sagrado, en el alma inmortal, en la trascendencia de nuestros pobres actos temporales no tiene sentido ese aparente paso atrás que es el perdón, esa humillación voluntaria, ese suicidio del ego. Y si no existe perdón no quedan mas que la revancha, el rencor, la venganza. Ese es en gran medida el mal espíritu que anima las llamadas leyes de la memoria histórica, los revisionismos extemporáneos o la intolerancia hacia los honores y monumentos del adversario. Llega este frenesí del odio hasta tal extremo que no perdona ni siquiera a los muertos. Hasta esa aberración de odiar los huesos del enemigo llega el nihilismo de nuestro tiempo. Que digan lo que quieran. Tú perdona. De corazón. Ya verás como al final compensa.