(Por Javier Garisoain ) –
Alguna otra vez he escrito sobre esto pero hay que insistir en ello.
El mundo moderno está empeñado en crear estructuras impolutas sin importar la podredumbre que contengan. Cree supersticiosamente que dejará de haber corruptos cuando el sistema perfeccione al máximo sus métodos científicos de control. Y no se da cuenta de que una manzana podrida hace más daño a las demás cuando es trasladada con sus compañeras a una perfecta caja hermética que si se mezcla con las sanas en un viejo cesto roto y aireado. No se da cuenta de que las flores más hermosas crecen cuando hay estiércol y que mueren cuando se les obliga a crecer en un ambiente estéril.
En el mundo tradicional, y de forma especialmente vigorosa en la tradición de los países católicos, nos enseñaron que el foco no había que ponerlo en la perfección de las estructuras sino en la de las personas.
Porque el mandato de Jesús fue “sed perfectos” y no “cread estructuras perfectas”. Hay que luchar contra las “estructuras de pecado” -que decía San Juan Pablo II-, sí, pero no soñando con estructuras impecables. Las estructuras deben permitir y facilitar la perfección de las partes y de las personas -basta con eso- y no convertirse en aquellos sepulcros blanqueados que por fuera relucen como los palacios de cristal de Bruselas y por dentro están llenos de basura.
Aunque este mundo es imperfecto está hecho para dar cobijo a la perfección. Por eso lo grande suele ser feo y lo pequeño hermoso. Cualquiera de las grandes cosas que nos rodean son imperfectas y desequilibradas cuando se contemplan en su conjunto, pero albergan en su seno maravillosas perfecciones. Así es como son las cosas.